Cuando los obispos declararon la guerra a la República

Escrito por Arturo del Villar /UCR   

En realidad los obispos españoles declararon la guerra a la República ya antes de su proclamación el histórico 14 de abril de 1931. Tres días antes, en vísperas de las elecciones municipales tan decisivas, el cardenal Pedro Segura, arzobispo de Toledo y primado de las Españas, lanzó desde el púlpito una apocalíptica amenaza de condenación eterna, contra los catolicorromanos que no votaran a los candidatos monárquicos, basándose en que Alfonso XIII había consagrado España al Sagrado Corazón de Jesús, cuyo lema es “Reinaré en España”, lo que equipara al altar y al trono, ya que dos reyes comparten el poder. La historia demuestra que los dos cumplieron muy mal su trabajo.

Desde el14 de abril los jerarcas catolicorromanos pusieron todo su celo en incitar a sus fieles a sublevarse contra el nuevo régimen republicano, que se había implantado pacíficamente debido a la huida apresurada del rey, temeroso de que le sucediera como a la familia zarista en la Unión Soviética. Nadie ha podido cuestionar la legalidad y legitimidad de la II República Española, con excepción de la Iglesia catolicorromana y de los militares que se sublevaron en 1936, cumpliendo las consignas de los obispos precisamente.

Sin embargo, la declaración formal de guerra lleva la fecha del 1 de julio de 1937, al final de la Carta colectiva del Episcopado español. Fue redactada en su integridad por el nuevo arzobispo de Toledo, el fascistísimo cardenal Isidro Gomá, siguiendo las instrucciones del jefe del Ejército sublevado, el exgeneral Franco.

Gomá predica la cruzada

Gomá había dejado clara su posición contra la República en mayo de 1931, cuando era obispo de Tarazona, al publicar en el Boletín Eclesiástico de la diócesis una pastoral titulada “Protesta y ruego”, en la que acusaba al Gobierno de incitar al pueblo a quemar iglesias. Nada decía sobre el mitin monárquico celebrado el día 10 en Madrid, en el que los asistentes agredieron de palabra y obra al pueblo, y de esa provocación resultaron dos muertos y muchos heridos.

Ya consagrado arzobispo de Toledo en sustitución del desterrado Segura, aunque sin dignidad cardenalicia todavía, el 12 de julio de 1933 publicó la pastoral “Horas graves” en el Boletín Eclesiástico del Arzobispado. En ella se atrevía a convocar a los catolicorromanos españoles a organizar una cruzada contra la República, para oponerse a la Ley Relativa a Confesiones y Congregaciones Religiosas, promulgada el 3 de junio: “Es la verdadera Cruzada de los tiempos modernos, porque en ella pueden alistarse todos los hijos de la cruz.” La palabreja le gustó, siguió utilizándola, y los militares sublevados la adoptaron para justificar sus crímenes.

Sin la menor duda se trata de una incitación a sus fieles para que se alzaran en armas contra el Gobierno constitucional. Las cruzadas medievales se organizaron para exterminar a los mahometanos, y son una de las mayores vergüenzas de la historia del cristianismo. De modo que el arzobispo de Toledo animó al levantamiento armado para aniquilar a los republicanos españoles, en nombre de la religión que la Iglesia catolicorromana considera la única verdadera, y por lo tanto con poder para borrar a todas las demás creencias.

El mismo día 3 de junio el llamado papa Pío XI dio a conocer su encíclica Dilectissima nobis, en la que el dictador del presunto Estado Vaticano ejercía una intolerable injerencia en los asuntos internos de la República Española, al asegurar con su tono mayestático que “Nos protestamos solemnemente y con todas nuestras fuerzas contra la misma ley”, y concluía llamando a rebato a sus secuaces para oponerse a ella. El Gobierno presidido por Manuel Azaña toleró aquella inadmisible injerencia, y con ello dio nuevos bríos a Gomá y su pandilla para continuar la tarea de minar a la República.

Cardenal, primado y panfletista

Como premio a su celo belicista Gomá fue creado cardenal el 16 de diciembre de 1935, y se le concedió el título de primado de las Españas el 2 de enero siguiente. No existió ninguna crítica ni impedimento, ni menosprecio ni cosa semejante por parte de los dirigentes republicanos, en ese momento de extrema derecha, pero tampoco de ningún político o partido de la oposición. La República respetaba la libertad de cultos y de opiniones, incluso de sus enemigos declarados. Seguramente fue un error.

Incansable el apóstol de la cruzada, continuó su tarea golpista publicando sus pastorales panfletarias. En la del 24 de enero de 1936 convocó a todos los catolicorromanos a votar al Bloque de Derechas en las elecciones del 16 de febrero, y después del triunfo del Frente Popular dio a conocer otra el 10 de marzo, en la que llamaba a rebato a los sacerdotes para iniciar una “generosa cruzada”, otra vez la palabreja que tanto éxito iba a alcanzar.

Al producirse la sublevación de los militares monárquicos el 17 de julio él se hallaba ¿casualmente? en el balneario de Belascoain, cerca de Pamplona, en contacto con el dirigente de la rebelión, el exgeneral Mola. Al caer Toledo en poder de los sublevados, el 28 de setiembre, transmitió un mensaje a sus diocesanos desde la rebelde Radio Navarra, más propio de un militar que de un religioso. El día 14 Pío XI había recibido en Castelgandolfo a 600 españoles, a los que bendijo y exhortó a luchar contra la República. El Vaticano era beligerante contra la República.

El 30 de setiembre, en vísperas de la exaltación del exgeneral Franco al mando supremo de la rebelión, tuvo lugar otra muestra de la identificación entre la jerarquía catolicorromana y la sublevación militar. El obispo de Salamanca, Enrique Pla y Deniel, que ya había cedido el palacio episcopal para que fuese utilizado como cuartel general del jefe rebelde, le dio el título de “defensor de la fe y de la civilización cristiana”, una civilización consistente en destruir a pueblos enteros considerados heréticos, como los albigenses y los valdenses; organizar pogromos para exterminar al pueblo judío, y cruzadas contra los mahometanos; quemar en la hoguera a los científicos con ideas originales, a los acusados de brujería y sodomía, y a los traductores e impresores de la Biblia en idiomas vulgares; catalogar índices de libros prohibidos por discrepar de sus dogmas erróneos, y demás bestialidades que jalonan la historia de la Iglesia romana, la secta más sanguinaria que ha existido nunca, enemiga del progreso, de la libertad y de la simple razón, que es tanto como decir enemiga de la humanidad.

En Pamplona se imprimió el 23 de noviembre un folleto con una nueva pastoral de Gomá, El caso de España, en la que aseguraba que la sublevación constituía una “verdadera cruzada en pro de la religión católica”, su palabra clave. En diciembre se hizo una copiosísima edición, en castellano, francés, inglés, italiano y polaco, para que fuese difundida por templos de toda Europa en apoyo de la rebelión militar.

Los curas vascos bien muertos

Muchos catolicorromanos europeos se habían escandalizado al conocer la noticia de los asesinatos de curas vascos llevados a cabo por los rebeldes, bajo la acusación de ser independentistas y predicar en euskara. En su discurso de fin de año, leído el 22 de diciembre de 1936, el lehendakari José Antonio Aguirre, miembro de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, denunció el hecho, y se preguntó: “¿Por qué el silencio de la jerarquía?”

Le respondió el miserable cardenal primado servidor de los rebeldes el 10 de enero, diciendo “que aquellos sacerdotes sucumbieron por algo que no cabe consignar en un escrito”, es decir, por ser patriotas y predicar el Evangelio en la lengua que entendía el pueblo. Por eso explicaba que fueron justamente conducidos “ante el pelotón que debiera fusilarles, porque se apearon de aquel plano de santidad ontológica y moral, en que les situó su consagración para altísimos ministerios”. Verdaderamente Gomá era un criminal fascista. Además, conminaba al lehendakari a respetar a la jerarquía catolicorromana y a no apoyar la que denominaba nada menos que “coalición vasco-comunista”.

Le replicó el obispo dimisionario de Vitoria, Mateo Mugica, exiliado entonces en el Vaticano, acusándole de falta de fervor religioso paternal, por defender el asesinato de unos sacerdotes sin exponer los cargos contra ellos y sin la mínima formalidad jurídica. No se conmovió por el alegato. En cambio, sí lo hicieron los mejores catolicorromanos europeos. La revista Esprit, difusora de esa confesión religiosa en idioma francés, pero sin ninguna clase de fanatismo, publicó en enero de 1937 la relación de curas asesinados por los rebeldes, lo que provocó el escándalo de quienes suponían que la Iglesia romana practicaba y predicaba el Evangelio de Jesucristo, dedicado a los pobres y contra los poderosos, incluidos los sacerdotes.

Es muy interesante la lectura de Le Christ chez Franco. Documents recueillis par Raymond Alcoea, traduction de Rolland-Simon, Villiers-le Bel, Denoël, 1938: en sus 234 páginas recopila testimonios de libros y revistas que demuestran la implicación de la Iglesia romana a favor de los sublevados contra la República. Lo recomendamos vivamente, sobre todo a los fieles catolicorromanos.

Propagandista en el Vaticano

Naturalmente, los jerarcas sublevados veían en Gomá al mejor aliado para su causa, y le animaron a viajar al Vaticano, con el fin de convencer a su dictador entonces, el papa Pío XI, para que reconociese a la Junta Técnica militar como único gobierno legítimo de España. Permaneció en el Vaticano entre el 8 y el 21 de diciembre de 1936.

El día 15 entregó un informe al cardenal secretario de Estado, el superintegrista Eugenio Pacelli, firme partidario ya de la sublevación, hasta el punto de haber viajado a los Estados Unidos en setiembre, para garantizar al presidente Franklin D. Roosevelt el voto de los catolicorromanos para su reelección, si impedía toda ayuda al Gobierno legítimo de España. Y fue reelegido. El 8 de enero de 1937 quedó aprobada la ley del embargo total a España, que solamente se cumplió con relación al Gobierno leal, porque los rebeldes siguieron recibiendo gasolina y camiones de las multinacionales gringas.

En su informe Gomá recomendaba el establecimiento de relaciones diplomáticas con los sublevados, porque iban a obtener la victoria. Haciendo gala de todo el inmenso cinismo de que es capaz un cardenal, explicaba “que sin el tráfico de hombres y armas con que otras naciones, faltando al derecho de gentes, han ayudado a los ejércitos rojos, la guerra hubiese terminado hace semanas”. De modo que la Italia fascista, la Alemania nazi y el Portugal dictatorial, para no hablar de las tropas moras con las que se realizó la invasión, no auxiliaban a los sublevados, mientras “otras naciones” apoyaban a “los ejércitos rojos”. Así se lee en la página 96 de la hagiografía El cardenal Gomá, primado de España, escrita por Anastasio Granados y editada por Espasa-Calpe en 1969, por increíble que nos resulte.

Las decisiones del Comité de No Intervención, animado por la República Francesa y el Reino Unido, resultaron muy perjudiciales para la República, ya que Italia, Alemania y Portugal no hicieron el menor caso de ellas; pero mucho más grave, insidiosa y criminal resultó la actuación de la Iglesia romana.

El día 19 Pacelli le entregó s Gomá una credencial como “encargado oficioso confidencial” del Vaticano ante los rebeldes, primer paso para el reconocimiento. Anotó en su diario que Pacelli “me encarga diga al General [el exgeneral Franco] que todas las simpatías del Vaticano están con él, y que le desean los máximos y rápidos triunfos” (obra citada, p. 97). Más pruebas de la beligerancia vaticana.

Asesor religioso del Ejército rebelde

Por eso corrió a entrevistarse con él nada más regresar a España, el día 29, en Salamanca, y se comprometió a asesorar al jefe rebelde para el restablecimiento de todos los privilegios y subvenciones de que había disfrutado durante siglos la Iglesia catolicorromana con la monarquía.

Continuó lanzado pastorales belicistas, y el 3 de febrero fechó el prólogo escrito para presentar el folleto Le Glorieux Mouvement Rédempteur d’Espagne appuyé avec enthousiasme par la Hiérarchie Ecclésiastique Espagnole, recopilación de pastorales de obispos en favor de la rebelión. En su prólogo convocó a todos los catolicorromanos a luchar contra el comunismo en España.

Otra muestra del cinismo de Gomá, superador de todos los cardenales renacentistas juntos, la dio al comentar el bárbaro bombardeo de Gernika por los aviones alemanes, el 26 de abril de 1937. En un informe remitido a sus jefes en el Vaticano, aseguró poseer testimonios fidedignos, según los cuales “Los autores de la destrucción sistemática son los rojos, aleccionados por los rusos”. Debiera ser cierto que existe un infierno para la gentuza tan canalla como el cardenal Gomá y sus compinches. Veinte curas vascos, algunos de ellos testigos del bombardeo, escribieron una carta a Pío XI, relatando la verdad de los hechos, y dos de ellos viajaron al Vaticano para entregársela en mano. El fascistón cardenal Pacelli lo impidió, y les conminó a regresar a España, alegando que en la zona republicana también se mataba. Sí, pero con la diferencia de que en la zona leal cometían los crímenes bandas vengativas incontroladas, mientras que en la rebelde los ordenaban los jefes militares, para aterrorizar a la población.

Este genocidio conmovió las conciencias de los catolicorromanos decentes, que algunos había en Europa, los que no tenían órdenes supuestamente sagradas. Se añadió al escándalo provocado por los asesinatos de curas patriotas realizados por los rebeldes, y dio lugar a una censura crítica de sacerdotes y seglares practicantes contra los sublevados y sus aliados eclesiásticos. La opinión de los creyentes europeos en la secta romana quedó escindida por un tiempo.

La  «Carta colectiva» y abrasiva

El incansable cardenal, convertido en propagandista de la sublevación militar, se entrevistó de nuevo con el caudillo rebelde el 10 de mayo de 1937, esta vez en Burgos. El exgeneral estaba preocupado por el desprestigio que le causaba la campaña llevada a cabo en muchos medios internacionales catolicorromanos de comunicación contra sus crímenes. Le sugirió la conveniencia de comprometer a toda la jerarquía eclesiástica española, para manifestar pública y colectivamente su adhesión a la causa rebelde.

A Gomá le pareció una idea muy oportuna, pero alegó que debía recabar la aprobación del Vaticano, para que su gestión tuviese fuerza impositiva ante sus compañeros. No hace falta decir que el secretario de Estado concedió su aprobación más entusiasta, con el visto bueno papal, igualmente enardecido.

Con ese aval, Gomá escribió el 15 de mayo a los arzobispos, obispos y administradores de las diócesis españolas, para explicarles el deseo del exgeneral rebelde, y les preguntaba su opinión al respecto. Volvió a escribirles el 7 de junio, para exponerles que las respuestas habían sido afirmativas, por lo que les acompañaba las pruebas de imprenta de la que iba a titularse Carta colectiva del Episcopado español, redactada íntegramente por él, y corregida estilísticamente por Leopoldo Eijo y Garay, obispo de Madrid-Alcalá, que tal era entonces el ámbito de su diócesis, apodado El Obispo Azul después de la guerra, dada su involucración con los vencedores, y la acumulación de cargos políticos de que hizo acopio.

Aparece firmada por dos cardenales, seis arzobispos, treinta y cinco obispos y cinco vicarios capitulares, es decir, 48 jerarcas de la Iglesia catolicorromana. Parece que la persecución religiosa no era tan intensa durante la República como aseguraron Gomá y sus cómplices. Se negaron a firmar el cardenal Francesc Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, y Mateo Mugica, obispo dimisionario de Vitoria, ambos exiliados en Italia, por no estar de acuerdo con el contenido del escrito ni juzgarlo oportuno, aunque ninguno de los dos simpatizaba con la República.

La misiva corrosiva se tradujo a los principales idiomas cultos del planeta, y se difundió amplísimamente. En el mismo 1937 llegaron a hacerse 36 ediciones en otros tantos idiomas, prueba del ecumenismo de la secta. Fue un arma propagandística decisiva de los sublevados, facilitada por sus cómplices los obispos. Existen varias fotografías en las que se ve a militares y obispos haciendo el saludo fascista con el brazo derecho levantado. Por citar solamente una, del 25 de julio de 1937, recién publicada la criminal misiva eclesiástica, tomada ante la basílica de Santiago de Compostela, eterniza al exgeneral Dávila y al excoronel Aranda junto a los obispos de Madrid-Alcalá, Lugo y Tuy brazo en alto.

Defensa de la guerra santa

Aquella jauría salvaje, con sus conciencias tan rojas por la sangre vertida como el color de sus faldas, se dirigió a sus compañeros en el falso apostolado falazmente cristiano de todo el mundo, a los que se designa como “venerables hermanos”. Comienza por justificar la redacción de la carta, para contrarrestar las informaciones de los medios de comunicación extranjeros sobre el conflicto: “Y lo que más nos duele es que una buena parte de la prensa católica extranjera haya contribuido a esta desviación mental, que podría ser funesta para los sacratísimos intereses que se ventila en nuestra patria.” La única patria reconocida por la caterva catolicorromana es el Vaticano, y el único jefe de Estado al que sirve es su dictador infalible, el apodado papa. Resulta un sarcasmo que los servidores de un Estado extranjero, aunque sea de opereta, consideren su patria a la que estaban destrozando con las máquinas bélicas nazifascistas invasoras.

Después los firmantes tienen la osadía de asegurar que habían acatado la proclamación de la República desde 1931, cuando lo cierto es que trataron de destruirla desde antes de su instauración, como queda explicado. Más desvergonzada todavía es la declaración de que “Al estallar la guerra hemos lamentado el doloroso hecho, más que nadie”, cuando la verdad es que estuvieron incitando a sus fieles para que se alzaran en armas con el ánimo de recuperar la monarquía protectora de sus intereses. Más adelante se justifica la guerra en estos atroces términos:

Y es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia –sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo– que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la Humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz. Por esto la Iglesia, aun siendo hija del Príncipe de la Paz, bendice los emblemas de la guerra, ha fundado las Órdenes Militares y ha organizado Cruzadas contra los enemigos de la fe. […]

Cierto que miles de hijos suyos, obedeciendo a los dictados de su conciencia y de su patriotismo, y bajo su responsabilidad personal, se alzaron en armas para salvar los principios de religión y justicia cristianas que secularmente habían informado la vida de la Nación; […]

Cínico y canalla, Gomá parece olvidar que él mismo había excitado el celo de los fanáticos con sus cartas pastorales, para que iniciasen una cruzada como las medievales contra los enemigos de su fe, considerada por él “la fe” por excelencia, con detrimento de todas las demás. Para defender esas ideas contrarias al espíritu evangélico, la Iglesia de Roma ha predicado las guerras santas contra los infieles. Es vergonzoso que ningún tribunal internacional de Justicia haya juzgado nunca a estos genocidas. Es una tarea pendiente.

En defensa de sus intereses

Los obispos mintieron a sabiendas de hacerlo, cuando suscribieron “que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España”. Los milicianos tomaron las armas después de la sublevación de los militares monárquicos, para salvarse del exterminio a que pretendían someterlos, y que efectivamente cumplían al conquistar cada localidad: asesinato de los jóvenes, violación de las muchachas, y aceite de ricino para todas las personas mayores acusadas por los curas de ser ateas.

Se atrevieron a firmar que apoyaban la sublevación en nombre de la libertad: “esta libertad la reclamamos, ante todo, para el ejercicio de nuestro ministerio; de ella arrancan todas las libertades que vindicamos para la Iglesia.” Esta Iglesia es la que ha organizado guerras santas, ha levantado hogueras para quemar a personas y a libros, ha excomulgado, se ha considerado única elegida por Dios para distinguir lo bueno de lo malo, condenando a los defensores de lo que creía malo a muerte o silencio. De 1864 data la encíclica Quanta cura del idiotizado Pío IX, en la que anatematizó los consideraos por él “errores modernos”, enumerados en el Syllabus, con inclusión de todas las doctrinas sociales. Más reciente es la encíclica Libertas praestantissimum, promulgada por León XIII en 1888, según la cual “es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre”. ¿Cómo se atrevió esa piara episcopal a reclamar libertad para su criminal ministerio, si se la ha negado siempre a todos los ajenos a su corral? En defensa de sus intereses, como ahí se dice.

La disculpa comunista

Causa tanta hilaridad como irritación leer que para argumentar una defensa de la rebelión de los militares monárquicos, se refiriesen los obispos a una imposible conjura comunista para sovietizar a España. Antes de la sublevación el Partido Comunista apenas contaba nada en la vida política nacional, puesto que no llegaba a los cien mil militantes. Gracias al triunfo del Frente Popular en las elecciones legislativas del 16 de febrero de 1936, consiguió 17 diputados en un Congreso de 473 escaños. Suponer que esa fuerza era capaz de organizar una revolución soviética es tan absurdo que solamente unos falsarios mendaces como los obispos y los militares rebeldes podían afirmarlo. Los obispos canallas tuvieron la osadía de firmar esto:

Entretanto, desde Madrid a las aldeas más remotas aprendían las milicias revolucionarias la instrucción militar y se las armaba copiosamente, hasta el punto de que, al estallar la guerra, contaban con 150.000 soldados de asalto y 100.000 de resistencia.

Ojalá hubiera sido cierto: se habría repelido la sublevación de los militares monárquicos inmediatamente. Por el contrario, los que se adiestraban para la guerra eran los grupos fascistas, los dirigidos por el doctor Albiñana y por el hijo del dictador Primo, practicando con las armas proporcionadas por su protector Mussolini desde 1933. Siguen falseando la historia Gomá y sus correligionarios de este modo:

[…] es cosa documentalmente probada que en el minucioso proyecto de la revolución marxista que se gestaba, y que habría estallado en todo el país, si en gran parte de él no lo hubiese impedido el movimiento cívico-militar, estaba ordenado al exterminio del clero católico, como el de los derechistas calificados, como la sovietización de las industrias y la implantación del comunismo.

No hay nada documentalmente probado, porque algunos escritos aireados por los rebeldes como justificación de su traición, sobre una presunta conjura comunista, se ha demostrado que estaban redactados por ellos. La ayuda de la Unión Soviética a la República Española con hombres, equipos bélicos y alimentos empezó a llegar el 15 de octubre de 1936, y fue consecuencia de la intervención de Alemania, Italia y Portugal a favor de los rebeldes desde el mismo mes de julio. Esto sí se halla documentalmente probado.

Otra estupidez episcopal es imaginar que los presuntos revolucionarios soviéticos tenían como misión el exterminio del clero católico. El pueblo español desprecia y detesta al clero, porque lo ha tenido secularmente sometido a su dictadura, robándole el poco dinero que conseguía, y violando a sus niños. Las quemas de conventos empezaron en Madrid en 1823, cuando nadie podía imaginar lo que era un Soviet, y el único comunismo conocido era el de las primeras comunidades cristianas dirigidas por los apóstoles de Jesucristo, según se relata en el libro novotestamentario de los Hechos de los apóstoles.

Es un hecho histórico que las algaradas populares nunca han destruido templos de otras confesiones religiosas distintas de la catolicorromana, ni atentado contra sus ministros. Eso lo hicieron precisamente los vencedores de la guerra, que destruyeron iglesias protestantes y torturaron a sus pastores, además de prohibir el culto y las publicaciones, alguna editada desde la Gloriosa Revolución de 1868. Los vencedores de la guerra concedieron la exclusiva de la práctica religiosa a sus patrocinadores los vaticanistas, hasta el punto de llamarse a ese período el del nacionalcatolicismo.

Sería excesivamente repetitivo comentar todas las referencias existentes en la carta a la supuesta injerencia de la Unión Soviética en la República Española, cuando la realidad es que ni siquiera se establecieron relaciones diplomáticas entre los dos Estados hasta el 27 de agosto de 1936, un mes largo después de iniciada la sublevación. Esto es historia documentada.

Las ayudas internacionales

La desvergüenza episcopal no tenía límite. La carta define la sublevación “como un plebiscito armado”, pero las únicas armas existentes el 17 de julio de 1936 las poseían los militares y los grupos fascistas. Añade que la llamada “tendencia espiritual” del pueblo español “salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria”. Extrañísima manera de defender la paz, organizando una guerra que causó la muerte a un millón de personas, empujó al exilio a medio millón, metió en las cárceles de los vencedores al menos a otras tantas, y destruyó las ciudades, las industrias y los campos.

Según esta pandilla criminal, “el internacionalismo comunista ha corrido al territorio español en ayuda del ejército y pueblo marxista”, luego antes de la sublevación no se preparaba ninguna acción sovietizadora, puesto que nada estaba preparado. Por otra parte, la Unión Soviética no ayudó al Partido Comunista, sino al Gobierno legítimo español, que jamás estuvo presidido por un comunista. El 4 de setiembre de 1936, ya en guerra, entraron a formar parte del Gobierno dos ministros comunistas, junto a seis socialistas, tres republicanos y un catalanista. Ese Gobierno estaba presidido por Francisco Largo Caballero, apodado El Lenin Español, pero lo cierto es que no tenía nada de leninista ni de marxista.

Las naciones que apoyaron y financiaron el golpe militar eran las nazifascistas, Alemana, Italia y Portugal. Cuando estalló la guerra mundial, a los cinco meses de terminada la española, combatieron juntos el Reino Unido, la República Francesa, los Estados Unidos de Norteamérica y la Unión Soviética, contra Alemania, Italia y sus satélites.

Mentiras hechas dogmas

La impudicia episcopal llegó a extremos vergonzosos. Al dirigir la carta a los obispos extranjeros, desconocedores de la realidad española antes de la rebelión militar, se permitieron introducir descaradamente todas las falsedades que se les ocurrían. Por ejemplo:

Poco antes de la revuelta habían llegado de Rusia 79 agitadores especializados. La Comisión Nacional de Unificación Marxista, por los mismos días, ordenaba la constitución de las milicias revolucionarias en todos los pueblos.

Lástima que fuera mentira. Le habría ido mucho mejor a la República de ser cierto. Los milicianos que se alistaron en los primeros días para defender su patria carecían de uniforme militar, calzaban alpargatas, no disponían de armas, les escaseaban los suministros de alimentos, ignoraban la instrucción militar, y por si fuera poco se mostraban indisciplinados con relación a los oficiales, por desconfiar de ellos. Solamente el espíritu republicano que los animaba les permitió resistir a las tropas rebeldes bien armadas, instruidas, uniformadas, alimentadas y disciplinadas.

Añaden los mixtificadores obispos que “La revolución fue inhumana”. La revolución contra el orden constitucional la organizaron los militares monárquicos, descontentos con la República desde que Azaña empezó a reformar el Ministerio de la Guerra nada más constituirse el Gobierno provisional. El pueblo español no hizo ninguna revolución.

Para mayor muestra de su caradura infinita los obispos suscribieron estos párrafos:

La revolución fue “bárbara”, en cuanto destruyó la obra de civilización de siglos. Destruyó millares de obras de arte, muchas de ellas de fama universal. […] Las famosas colecciones de arte de la Catedral de Toledo, del Palacio de Liria, del Museo del Prado, han sido torpemente expoliadas. Numerosas bibliotecas han desaparecido.

Burdas calumnias episcopales desmentidas por la historia. Precisamente el Partido Comunista se encargó de preservar los museos y monumentos para evitar que fueran dañados por los bombardeos nazifascistas. El palacio de Liria, propiedad del duque de Alba, representante de los sublevados en Londres, no sufrió ningún daño. Los cuadros del Museo del Prado fueron cuidadosamente embalados, sacados de Madrid, y al final enviados en depósito a la Sociedad de Naciones, en Ginebra, porque los aviones rebeldes lanzaron bombas contra el edificio.

Ninguna biblioteca fue expoliada por republicanos. En cambio, después de la guerra los vencedores, que se incautaron de todo, quemaron bibliotecas que consideraban perniciosas, como la que poseía la Institución Libre de Enseñanza, de incalculable valor científico y literario. En todas las bibliotecas, tanto públicas como universitarias, incluida la Nacional, se ordenó un expurgo de obras tachadas de contrarias a la ideología fascista imperante en el nuevo régimen; unas fueron quemadas, otras descatalogadas y escondidas.

Los asesinos y sus inspiradores

Más indignante todavía es leer la acusación a los republicanos de cometer “los asesinatos en masa, atados los infelices prisioneros e irrigados con el chorro de balas de las ametralladoras; el bombardeo de ciudades indefensas, sin objetivo militar”. El impúdico cardenal no había oído hablar del horror continuado en las localidades conquistadas por los rebeldes, que tiene su mayor espanto en Badajoz, porque sus calles se convirtieron en ríos de sangre republicana, ni tampoco de Durango, a la que corresponde el triste honor de ser la primera localidad sin interés militar arrasada por los bombarderos. En cuanto a la destrucción de Gernika, ya se ha dicho que para el cardenal fascista fue minada desde dentro por “los rojos”. La lista de presos sacados de las cárceles sin juicio y fusilados está sin elaborar todavía.

Existe un gran número de libros testimoniales, en los que se cuentan los crímenes cometidos por los sublevados en las localidades que controlaban. En los planes para la rebelión, elaborados por el exgeneral Mola, ya se recomendaba aterrorizar a la población, para que se rindiera a los militares golpistas. Entre ese cúmulo de testimonios que desmienten las tergiversaciones episcopales, destaca el libro escrito por Antonio Ruiz Vilaplana, porque era secretario del Juzgado de Instrucción de Burgos al producirse la rebelión, y por su cargo debió contemplar a un gran número de ciudadanos asesinados en las cunetas, hasta que el 30 de junio de 1937 logró evadirse a París, en donde redactó sus experiencias muy recientes: Doy fe… Un año de actuación en la España nacionalista, libro publicado por Éditions Imprimerie Coopérative Etoile, con 257 páginas llenas de horrores. En la 196 se lee:

 “Con la ayuda de Dios y de su representante Franco ganaremos la guerra”, tal es el lema que campea en la zona nacionalista.

La Iglesia asiste, presidiendo, a todas las manifestaciones bélicas; bendice las armas y los trofeos, organiza constantes Te Deums y rogativas, no por la paz, sino por el triunfo y el exterminio del contrario.

La Iglesia, que pudo ser la única y verdadera mediadora en este conflicto entre el Ejército y el pueblo, es solamente la inspiradora sibila de aquél, y llevada de un instinto sanguinario y atávico de defensa, se ha colocado hábilmente frente al pueblo.

Ella (no la Iglesia de Cristo, sino la curialesca organizada en España, con su Papa Negro, el Cardenal Segura), es la que asiste y reconforta a los reos, “víctimas” de la represión.

Ella, infiltrada en los mandos y organizaciones, sojuzgadora de la mujer, su gran palanca social, ha confeccionado esa trágica lista de “ateos, liberalotes y masones”, que han muerto sacrificados por sus ideas.

Y mucho más que no es posible copiar por su extensión. El testimonio, escrito al mismo tiempo que la Carta colectiva, desmonta y desmiente las soflamas falaces de los obispos. Eran ellos los que azuzaban sin piedad ni caridad a los militares, para que asesinasen a quienes consideraban sus enemigos.

Quien desee conocer un relato detallado de los crímenes cometidos por los rebeldes al conquistar una localidad, debe leer el libro de Paul Preston El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después, publicado por Debate en 2011.

Fusilamientos al día

Alude la carta a la profanación de templos y de reliquias. Los rebeldes editaron libros con fotografías de imágenes mutiladas, para demostrar la cerrilidad de los republicanos. Una de las fotos más repetidas, la del fusilamiento de la imagen del llamado Sagrado Corazón en el Cerro de los Ángeles, está demostrado que fue un montaje, tan falso como las palabras de los obispos. Es cierto que se quemaron algunos templos, según la antigua tradición popular, pero fue porque guardaban armas para los rebeldes o se disparaba contra el pueblo desde sus campanarios.

La idiotez episcopal llega a afirmar que “al morir, sancionados por la ley, nuestros comunistas se han reconciliado en su inmensa mayoría con el Dios de sus padres”. Quieren significar estas palabras que las muertes ejecutadas por los rebeldes eran legales, porque las ordenaban los tribunales de su injusta justicia. Es verdad que los asesinos intentaban convencer a los reos para que se confesaran, y que siempre había un cura en las ejecuciones masivas, no en los “paseos”, claro está, pero no es menos cierto que los condenados morían dando vivas a la República ya Azaña, después de rechazar los rituales malditos de sus verdugos. Estas escenas se repitieron durante la posguerra, cuando los diarios publicaban las listas de ejecutados, junto a las carteleras de los cines, como un espectáculo más.

Un político monárquico y catolicorromano, Ángel Ossorio y Gallardo, pronunció un discurso por radio el 24 de agosto de 1936, recogido al día siguiente por los periódicos madrileños. Es interesante meditar sobre estas palabras:

Un cristiano no debe tolerar que se utilice el nombre de Dios para atacar a un Estado constituido legítimamente, porque si tal hace olvida el mandato de “dar al César lo que es del César”. Un católico debe respeto y obediencia a la Iglesia, pero la Iglesia, depositaria inmortal de la doctrina más elevada, pura y generosa que oyeron los siglos, no debe ser confundida con esa degeneración eclesiástica de los obispos, cargados de joyas, que mezclan a Dios en las contiendas políticas y ponen de manifiesto al Santísimo Sacramento para que pierdan las elecciones las izquierdas, […] ni con los individuos religiosos o seglares que hacen fuego desde las torres de los templos, con lo que niegan su carácter sagrado y dan explicación a las ulteriores destrucciones; ni con los clérigos que se echan al campo armados de fusil o de ametralladora, con desprecio de su ministerio, que les obliga a rezar por la paz de todos y no a tirotear a nadie animado de sectarismo banderil.

Ossorio y Gallardo era un intelectual, y por eso no podía comulgar con los despropósitos de la Iglesia romana, ni con los desafueros de la monarquía alfonsina. Era romanista y monárquico, pero independiente, esto es, inteligente.

Profetas también fallidos

Al final de su carta los obispos hicieron una predicción del futuro, tras la victoria de sus compinches, tan falsa como sus apreciaciones de la realidad republicana. Sabedores, aunque nunca se comenta en la carta, de que los sostenedores de la rebelión eran los países nazifascistas, se atrevieron a pronosticar que el nuevo Estado victorioso no seguiría el modelo totalitario: “Sí que afirmamos que la guerra no se ha emprendido para levantar un Estado autócrata sobre una nación humillada, sino para que resurja el espíritu nacional con la pujanza y la libertad cristiana de los viejos tiempos.” No cabe pensar en falta de información o ingenuidad por parte de los jerarcas de la Iglesia, en contacto directo y continuo con el Vaticano. Así que únicamente hay que achacar esa insensatez al cinismo habitual de la Iglesia.

¿Qué es el espíritu nacional? Seguramente para los obispos es el representado por el conocido como Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, y en realidad fue lo que se implantó en la España vencida y humillada, y perduró durante los 36 años de dictadura militar, en los que gobernó el autócrata con las bendiciones de los obispos, quienes le hacían entrar bajo palio en las catedrales, honor reservado hasta entonces a la hostia consagrada que, según ellos, contiene íntegramente el cuerpo de Jesucristo transustanciado.

La identificación entre los clérigos y los rebeldes era total. Durante la posguerra fue obligatorio el estudio de la religión, por supuesto de la catolicorromana en exclusiva, tanto en los colegios e institutos como en las universidades. Las aulas estaban presididas por un crucifijo, con las fotografías del dictadorísimo y del fundador de la Falange a cada lado. La blasfemia era considerada un delito. Cualquier desprecio a una imagen se penaba con cárcel. La Iglesia era “la bien pagá” de la copla, en justa reciprocidad por los servicios prestados. Nunca había sido tan profunda la alianza entre el altar y el trono, usurpado entonces por un genocida.

La Iglesia catolicorromana fue la única permitida, y gozó de todos los privilegios posibles, recompensa obligada por el apoyo activo dado a los rebeldes durante la guerra. El Estado Vaticano y el Español firmaron un concordato el 25 de agosto de 1953, rompiendo así el aislamiento internacional a que estaba sometido el régimen genocida. Además, el dictador del Vaticano concedió al de España la Orden Suprema de Cristo, por sus continuados crímenes contra el pueblo español.

El amor episcopal

No quisieron los obispos dejar de comentar las informaciones publicadas “en acreditada revista católica extranjera”, sin citarla, pero con toda seguridad La Croix, denunciando los crímenes de los rebeldes, lo que llamaban “el terror blanco”. Afirmaron reprobar “todo exceso que se hubiese cometido, por error o por gente subalterna”, pero defendían las ejecuciones ordenadas por los tribunales rebeldes. La gente subalterna tal vez fueran los moros traídos para usarlos como avanzadilla de las tropas españolas, tan feroces que confeccionaban collares con los ojos y las orejas de los milicianos muertos, y desfilaban arrogantes con ellos al cuello en las localidades conquistadas, entre los aplausos entusiastas de las gentes recién salidas de la misa, y sin que ningún oficial español les recriminara tan bárbara costumbre.

Otro breve comentario hicieron “sobre el problema del nacionalismo vasco”, también objeto de censura internacional a causa de los fusilamientos de sacerdotes de esa nacionalidad por los sublevados. Confesaban “nuestra pena por la ofuscación que han sufrido sus dirigentes”, identificada con el comunismo. Verdaderamente no se comprende qué relación pudieron apreciar entre José Antonio Aguirre y Stalin, porque no es posible imaginar dos seres más distintos.

Finalmente concluyeron su carta con una afirmación tan mentirosa como todas las anteriores: “Dios sabe que amamos en las entrañas de Cristo y perdonamos de todo corazón a cuantos, sin saber lo que hacían, han inferido daño gravísimo a la Iglesia y a la Patria. Son hijos nuestros.” Pues los trataron como a enemigos, denunciándolos ante las transgresoras autoridades rebeldes para que fuesen ejecutados.

Los sucesivos dictadores vaticanos se empeñan en mantener la guerra contra la República Española, declarando santos a los que denominan “mártires de la cruzada”, todos ellos del bando republicano, sin incluir ni siquiera a uno de los sacerdotes vascos torturados y fusilados por los rebeldes. Ya pasa su número del millar, y para el año próximo está anunciada una beatificación masiva.

Los republicanos de hoy no debemos olvidar la declaración de guerra que hizo y mantuvo la Iglesia catolicorromana a la República instaurada legalmente. Los obispos quisieron destruirla y lo consiguieron. Lo que nunca han hecho ha sido pedir perdón por su complicidad en los crímenes cometidos por los sublevados durante la guerra y su consecuencia la dictadura, en esos 39 años de sangrientas represiones. Alegan que no tienen por qué pedir perdón. Por lo tanto, no debemos perdonarlos. La guerra continúa.

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