En el 70.º aniversario de la muerte de Azaña. El declinar de una generación y el ocaso de un mundo

Que una biografía personal mire a dos horizontes, que el declinar apesarado de un hombre, de una generación, y la clausura de un movimiento histórico coincidan no puede menos de ser raro. Azaña

Escrito por Luis Arias Argüelles-Meres / La Nueva España

El 3 de noviembre de 1940, a las doce menos cuarto de la noche, en la localidad francesa de Montauban, fallecía Azaña a los 60 años de edad. No sólo había sido derrotada la República, de la que llegó a ser la figura más paradigmática, sino que, además, aquella Francia a la que tanto admiraba estaba en gran parte ocupada por los nazis. El sueño de la razón había engendrado monstruos, y la democracia y el liberalismo agonizaban ante las embestidas de los totalitarismos tan siglo XX.

Por eso, las palabras que encabezan el artículo, que Azaña escribió en 1930 en su ensayo sobre Cervantes, resultaron proféticas hasta el escalofrío. Al «último afrancesado», según lo definió, sin ánimo de elogio, Tovar, le tocó tener noticia muy de cerca de la Francia ocupada por los nazis.

En sus últimos días tuvo un trato cordial con el obispo Theas. A resultas de esto, se habló por parte de quienes más lo odiaban que aquel monstruo que había acabado con el catolicismo en España, al final se había arrepentido y confesado. Se ve que por parte de quienes hicieron serios intentos de darle caza y ponerlo a disposición de las autoridades franquistas había, sin embargo, un gran interés por su salvación eterna.

Pero Azaña no representa sólo la tragedia del liberalismo, sino que también es autor de una obra donde la excelencia se da cita. Sus «Memorias» van más allá de la enorme trascendencia histórica que tienen, pues resultan también una prueba palpable de la obra de un gran prosista con una asombrosa capacidad de análisis. Sus discursos no son sólo auténticas obras maestras de la oratoria, sino que constituyen de alguna manera la adecuación de una obra ensayística que está a la altura de la edad de oro de este género en el que se desarrolló. Su novela «El jardín de los frailes» es una de las grandes referencias, junto a «AMDG», de Ayala, y «Nuestro padre San Daniel», de Gabriel Miró, de lo que Marichal llamó «novela de colegio», novelas ligadas al afán pedagógico de la generación del 14, así como al deseo de plasmar los estragos que causaba la enseñanza en los colegios religiosos. De hecho, en el discurso más citado de Azaña, el que tiene por título «España ha dejado de ser católica», hay planteamientos que guardan una enorme relación con las vivencias que se plasman en estas novelas. Su obra teatral «La velada en Benicarló» es una visión tan lúcida como amarga de la España republicana. Y, en fin, su libro «Causas de la guerra de España» arroja en no menor medida amargura y lucidez.

Otra de las grandes tragedias de Azaña consiste en que, habiendo escrito tanto sobre su trayectoria, sigue siendo, setenta años después de su muerte, un desconocido para la inmensa mayoría de la sociedad española. Intelectual y hamletiano, volcado, sin embargo, en la acción política de su país. Indiferente a los elogios y a las camarillas. Un intelectual con hechuras de

gran estadista al que, curiosamente, reivindicaron políticos tan distintos como González y Aznar, si bien es cierto que no tardaron en olvidarse de él.

Un burgués al que la izquierda respetó, al que la derecha más reaccionaria odió con todas sus fuerzas. Hombre «de vocación tardía», como escribió Marichal, que fue ministro a los 51 años. Su biografía está también muy ligada al Ateneo de Madrid, fue secretario y presidente de «la docta casa», donde se fraguó su trayectoria como orador.

En el 70.º aniversario de la muerte de Azaña, hora va siendo ya de conocer una vida y una obra que dan cuenta no sólo de derrotas y tragedias, sino también de la honestidad y coherencia de un personaje histórico que desmiente los tópicos tan al uso como que todos los políticos son iguales o que el poder corrompe. Azaña falleció en un modesto hotel de Montauban cuya estancia costeaba la Embajada de México en Francia, y se fue de la vida implorando la paz, la piedad y el perdón tan dramáticamente mencionados en uno de sus últimos discursos. Dejó bien clara su voluntad de que sus restos jamás fuesen trasladados del lugar donde reposan. Y, por otro lado, su sitio no está en aquella tercera España a la que muchos lo quieren adscribir. Por eso Marichal escribió: «Pero es manifiesto que Azaña sentía un marcado desprecio por los hombres de esa tercera España, porque veía en ellos a los desertores de la causa que ellos mismos habían fomentado con sus prédicas».

La figura de Azaña no sólo colisiona con la mediocridad y chabacanería y corrupción imperantes actualmente, sino que además, a día de hoy, su republicanismo, que no el importado por Zapatero en 2004, sigue formando parte de lo políticamente incorrecto. Su presencia en el callejero nacional es ínfima; su talla como orador es obviada. Y, por si ello fuera poco, hasta se hacen extraños cambios a la hora de citar referencias suyas. El 4 de abril de 1932 pronunció un discurso en Valencia donde recordaba algo que había manifestado en 1930: «La República no hace felices a los hombres; lo que les hace es, simplemente, hombres». Pues, miren ustedes por dónde, hay libros de frases famosas donde en lugar de «República» se dice «libertad». ¡Ay!

Algo tan minoritario, incluso en su momento, como el republicanismo sigue siendo inquietante. No olvidemos que los partidos republicanos no fueron legalizados para poder concurrir a las primeras elecciones democráticas del 77 y que la virtualidad del republicanismo español continúa teniendo mucho que decir y que gran parte de ella se puede encontrar en la obra de Azaña.

 

Luis Arias Argüelles-Meres, es autor de libro «Azaña o el sueño de la razón»

 

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